embargo, de que en vez de sufrir, como vos, la esclavitud de la prisión,
la oscuridad de la soledad y la es-
trechez de la vida oculta, ha pasado su infortunio, sus humillaciones y estrecheces
en plena luz del impla-
cable sol de la realeza, anegada en claridad en que toda tacha parece asqueroso
fango, en que toda gloria
parece una tacha. El rey ha padecido, y en sus padecimientos ha acumulado rencores,
y se vengará, lo cual
significa que será un mal rey. No digo que derrame sangre como Luis XI
o Carlos IX, pues no tiene que
lavar injurias mortales; pero devorará el dinero y la subsistencia de
sus vasallos, porque ha padecido inju-
rias de interés y de dinero. Así pues, cuando examino de frente
los méritos y los defectos de ese príncipe, lo
primero que hago es poner a salvo mi conciencia, que me absuelve de que le condene.
Aramis hizo una pausa para coordinar sus ideas y para dejar que las palabras
que acababa de pronunciar
se grabasen hondamente en el espíritu de Felipe.
--Dios todo lo hace bien, --prosiguió el obispo de Vannes; y de esto
estoy tan persuadido, que desde un
principio me felicité de que me hubiese escogido por depositario del
secreto que os he ayudado a descubrir.
Dios, justiciero y previsor, para consumar una grande obra necesitaba un instrumento
inteligente, perseve-
rante, convencido; y ese instrumento soy yo, que estoy dotado de clara inteligencia,
soy perseverante y es-
toy convencido, yo, que gobierno un pueblo misterioso que ha tomado por divisa
la de Dios: Patiens quia
aeternus!
El príncipe hizo un movimiento.
--Conozco que habéis levantado la cabeza, monseñor, --prosiguió
Aramis, --y que os admira que yo
gobierne un pueblo. No pudisteis imaginar que tratabais con un rey. ¡Ah!
monseñor, soy rey, es verdad,
pero rey de un pueblo humildísimo y desheredado: humilde, porque sólo
tiene fuerza arrastrándose; des-
heredado, porque en este mundo casi nunca cosecha el trigo que siembra, no come
el fruto que cultiva. Tra-
baja por una abstracción, reune todas las moléculas de su poder
para formar con ellas un hombre, y con las
gotas de su sudor forma una nube alrededor de ese hombre, que a su vez y con
su ingenio debe convertirla
en una aureola abrillantada con los rayos de todas las coronas de la cristiandad.
Este es el hombre que está a
vuestro lado, monseñor; lo cual equivale a deciros que os he sacado del
abismo a impulsos de un gran de-
signio, y que en mi esplendoroso designio quiero haceros superior a las potestades
de la tierra y a mí.
--Me habláis de la secta religiosa de la cual sois la cabeza, -- dijo
el príncipe tocando ligeramente en el
brazo de Aramis. -- Ahora bien, de lo que me habéis dicho resulta, a
mi modo de ver, que el día que os
propongáis precipitar a aquel a quien habréis encumbrado, lo precipitaréis,
y tendréis bajo vuestro dominio
a vuestro dios de la víspera.
--No, monseñor, --replicó el obispo; --si yo no tuviese dos miras,
no habría arriesgado una partida tan
terrible con vuestra alteza real. El día que seréis encumbrado,
lo estaréis para siempre; al poner el pie en el
estribo, todo lo derribaréis, todo lo arrojaréis tan lejos de
vos, que nunca jamás su vista os recordará ni si-
quiera su derecho a vuestra gratitud.
--¡Oh! caballero.
--Vuestra exclamación, monseñor, es hija de la nobleza de vuestro
corazón. Gracias. Tened por seguro
que aspiro a más que a la gratitud; tengo la certidumbre de que, al llegar
vos a la cima, me juzgaréis todavía
más digno de vuestra amistad, y que ambos obraremos tales portentos,
que serán recordados de siglo en
siglo.
--Decidme sin reticencias lo que soy actualmente y qué os proponéis
que sea en el día de mañana, --
repuso el príncipe.
--Sois el hijo del rey Luis XIII, hermano del rey Luis XIV, y heredero natural
y legítimo del trono de
Francia. Conservándoos junto a él, como ha hecho con su hermano
menor Felipe, el rey se reservaba el
derecho de ser soberano legítimo. Sólo Dios y los médicos
podían disputarle la legitimidad. Los médicos
prefieren siempre al rey que reina al que no reina, y Dios no obraría
bien perjudicando a un príncipe digno.
Pero Dios ha permitido que os persiguieran, y esa persecución os consagra
hoy rey de Francia. ¿Os lo dis-
putan? prueba que tenéis derecho a reinar; ¿os secuestran? señal
que teníais derecho a ser proclamado; ¿no
se han atrevido a derramar vuestra sangre como la de vuestros servidores? es
que vuestra sangre es divina.
Ved ahora lo que ha hecho en vuestro provecho Dios, a quien tantas veces habéis
acusado de haberos per-
seguido sin descanso. Mañana, o pasado mañana, a la primera ocasión,
vos, fantasma real, retrato viviente
de Luis XIV, os sentaréis en su trono, del que la voluntad de Dios, confiada
a la ejecución del brazo de un
hombre, lo habrá precipitado sin remisión.
--Comprendo, no derramarán la sangre de mi hermano.
--Sólo vos seréis el árbitro de su destino.
--El secreto que han abusado respecto de mí...
--Lo usaréis vos para con él. ¿Qué hacía
él para ocultarlo? Os escondía. Vivo retrato suyo, descubriríais